El cuento que acontinuación les presento, lo escribí hace unos meses; una noche, veia un árbol seco, sin hojas, la luz hacía que su sombra se proyectara sobre una ventana, entonces se me ocurrió la idea.
A mi árbol:
En medio de la habitación está la cuna. Las sombras del árbol que se asoma por la ventana, es para la conciencia de los adultos una imagen tétrica; esas sombras alargadas moviéndose al compás del viento podrían fácilmente aterrorizar, pero para un bebé resultan curiosas y fascinantes.
Las sombras acarician el rostro del bebé y éste trata de agarrarlas como si fuesen los dedos de su papá.
Cuando la madre deja al bebé solo en la habitación durmiendo, los dedos del árbol velan su sueño y cuando el bebé despierta a mitad de la noche, se pone a jugar con las sombras y la luz de la luna es el único testigo de las palabras que el árbol le dice al bebé.
Si ponemos atención y escuchamos el viento, podemos oír tantas cosas como queramos. El viento es indiscreto, pero hay que tener paciencia para descifrarlo. Cuando el viento mece las ramas de un viejo árbol, las hojas de éste cantan canciones que pocos pueden entender, en ellas la sabiduría que deja años de
sedentarismo es regalada a los que con atención escuchan.
Los árboles son seres extraños, no puedo verlos con otros ojos que no sean los ojos de algo que me es totalmente raro y ajeno. La vida que los árboles viven es totalmente distinta a la nuestra, sus cuerpos son tan distintos a los nuestros, no guardamos ningún rasgo en común.
Me atrevo a decir que son feos, son desagradables a la vista, las arrugas y llagas de sus troncos, sus raíces que sobresalen de la tierra -que mantienen la tierra en su lugar-, sus ramas que crecen desordenas, con ningún patrón aparente. Los árboles me espantan, están ahí siempre, no se mueven, los mueven, nos observan sin observarnos, están atrapados en ellos mismos y a la vez son libres, pero no libres como un pájaro en el cielo, ni atrapados como un león en una jaula.
Dependemos de los árboles de alguna u otra menera; no solo nos dan su sombra, sus hojas fabrican el aire que respiramos, se comen nuestro exhalar venenoso, se comen el sol y la luna, se comen la tierra, se comen ellos mismos, nos comen; los necesitamos, comemos sus frutos, sus hojas, a cambio ellos nos comen.
El árbol que vive en el patio de una casa cualquiera -por que viven, todos sabemos esto, pero lo pasamos por alto-, es el guardián mudo de los secretos de la familia que la habita y a diferencia del viento, los árboles son discretos, jamás revelan los secretos de quienes confían en ellos, y no es porque sean mudos, porque no son mudos, su voz es otra.
El árbol que arrulla a éste bebé con sus canciones, vive ahí desde muchos años antes que la casa fuera construida; pudo ser talado, pero la bondad de la que seria la primera dueña de la casa lo impidió. Vio en este árbol todo lo que quería ver en su casa, toda la vida que le esperaba.
La casa que cuida el árbol que arrulla al bebé es una casa vieja, sus maderas chillan y sus paredes no dejan que se escapen las voces de todos los que la han habitado; el bebé desconoce todo esto y se queda ahí viendo las sombras de su árbol, balbucea y le regala al árbol sus primeras palabras, no palabras de hombres, palabras, y el árbol delicado con sus guantes negros le acaricia el rostro y esta dispuesto a guardar los secretos de este bebé y a cantarle hasta que duerma, y yo me horrorizo, y veo la amistad, el lazo fuerte que se forma entre este bebé mío y el horrible árbol que cuida su ventana.
jueves, 20 de marzo de 2008
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